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La importancia de llamarse ‘Experto’

La importancia de llamarse ‘Experto’

Finalmente salió humo blanco. Tal como en la tradicional elección del Papa, las negociaciones a puertas cerradas entre unos pocos arrojan al final (nunca sabemos a qué costo) una resolución. En este caso hemos quedado supeditados a una nueva convención, muy distinta en su futura conformación al resultado del plebiscito de entrada en el 2020. Habrá convención mixta, precisamente aquello que se rechazó. Habrán ‘expertos’ elegidos por el Congreso, precisamente también aquello que se quería evitar.

No quiero preguntar aquí ¿expertos en qué? Antes que eso me pregunto ¿Qué se entiende por experto? La RAE define ‘experto’ como una persona especializada o con grandes conocimientos en una materia. Algo sucede cuando se alude a expertos, aparece eso de la obviedad, no se cuestiona, no se pregunta, nadie duda. Sin embargo, más allá de una mera definición, ‘experto’ es un contenido discursivo que aparece operando como un dispositivo de saber y poder tan fuertemente naturalizado que se impone por sí mismo.

Analicemos.

Un dispositivo, desde Foucault, anuda una serie de heterogéneos componentes discursivos y materiales que responden a una función estratégica dominante a través del entrecruzamiento de poder y saber. En este caso, literalmente un dispositivo de poder y saber. En primer lugar, cada vez que se menciona la necesidad de contar con este dispositivo en la construcción de una nueva constitución para nuestro país, se alude a él en masculino: “experto”. Son pocas las personas que, atentas al embate de estas intervenciones generizadas, se apuran en decir expertos y expertas. Sin embargo, la consideración de la versión femenina del sustantivo no logra disipar la contundencia de un saber-poder masculino tradicional incrustado en el concepto.

Masculino porque se trata de cierto tipo de saber, no cualquier saber: saber formal, saber objetivo, saber acreditado, saber racional, saber de lo público. La primera operación estratégica del dispositivo en cuestión es circunscribir sus límites; en otras palabras, un saber que distingue a quienes lo ostentan de quienes no. Dadas las características de dicho saber masculino, racional, objetivo, acreditado, formal y público, nos enfrentamos entonces a un saber también elitista. No se trata de un saber asociado al sentido común, no se trata de un saber que emerge de las experiencias cotidianas de las personas, no se trata de un saber que esté tejido en las relaciones interpersonales. Es un saber encapsulado en forma de conocimiento ilustrado que poseen pocos. De esta manera también es un saber técnico y especializado, racionalmente analítico. Saber que se obtiene a través de secuenciales etapas de educación formal, todas ellas selectivas, competitivas e individualistas. Todas ellas requieren de recursos económicos para ser atravesadas. Todas ellas nos conducen a ciertas formas de subjetividad, cierto tipo de personas que deja fuera a otras.

La operación de exclusión comprendida en la invocación a los expertos nos dice de forma muy clara quienes no lo son. No se consideran expertos entonces todos y todas quienes sostengan, corporicen o reivindiquen saberes que no logren considerarse como racionales, formales, técnicos, objetivos y acreditados. Quedan fuera entonces la gran parte de las mujeres, los y las representantes de los pueblos originarios, las personas que por su clase social no acceden a dichos tinglados de certificación formal, los saberes feministas, heterodoxos e independientes. Desde esta definición entonces quedan fuera la mayoría de quienes fueron elegidos y elegidas para conformar la ex Convención y proponer la nueva constitución.

No obstante, la ex Convención Constitucional estuvo conformada por 122 profesionales con título universitario, de los cuales 59 poseían certificación en derecho. Por lo visto la credencial educativa formal no asegura la condición de experto, al menos no por si sola. Debemos entonces echar mano de lo que se entiende por interseccionalidad, ese entrecruzamiento de categorías sociales que juntas determinan la cualificación de las subjetividades. Entonces el conocimiento técnico profesional se juzga a la luz del género, de la clase social, de la pertenencia cultural y ¿por qué no? la pertenencia y posición política. No cualquiera es “experto”.

Las voces con más difusión clamando por la intervención de expertos nos ponen como ejemplo a Andrés Bello “el hombre de palabra, de gramáticas y códigos límpidos y consistentes, de extremo rigor en el lenguaje y el pensamiento, en su caso íntimamente unidos’. Ensalzan a Arturo Alessandri Palma, quien a dedo le impuso a la asamblea constituyente de la época un borrador previamente preparado por “un grupo de 20 o 25 expertos, de sabios”, los que en este caso deberían apelar a esa ‘pasión por el orden’ que se supone nos sigue caracterizando como nación. Nos hablan de expertos que lograrían escribir una ‘buena constitución’ ‘un cambio equilibrado, sensato, racional, no un aquelarre jacobino’. ‘Los sabios de la tribu’ dicen afiebrados utilizando metáforas tomadas de grupos culturales que se esfuerzan por excluir y negar.

Ahora estaremos expuestos a una lista interminable de expertos técnicos, racionales, objetivos, mesurados, cultivadores del orden, respetuosos de la tradición, verticales y jerárquicos; con experiencia. Sabedores de lo bueno de antemano, (auto)designados antes que elegidos. Guardianes de la lengua. Reformadores no refundadores. La experticia chilena se transparenta entonces como una forma de tutelaje masculino hegemónico, de barrio alto y círculo cerrado, en forma de partido del orden.

El resto, un conjunto de parias, demasiado jóvenes, artesanalmente articulados alrededor de la defensa de la soberanía popular y un Estado fuerte. Toda esa barbarie que requiere ser mesurada, controlada, reprimida, regulada y devuelta al orden por los expertos. Eso sí, no olvidemos, que todo eso ocurrirá “con amor”.

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Escrito por

Investigadora y consultora en género y organizaciones / Coordinadora Zonal V Región Red de Investigadoras @RedInvestChile

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