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A los 18 años, José Saavedra González fue una de las primeras y más jóvenes víctimas de la “Caravana de la Muerte”, campaña de exterminio a adherentes del gobierno de la Unidad Popular que recorrió el país en los primeros meses de la dictadura. Presentamos su historia en voz de sus hermanas, quienes cuentan cómo ha sido este medio siglo de despojo, un reflejo de lo que vivieron  más de cuatro mil familias chilenas de personas asesinadas y desaparecidas.

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11/09/2022

Casi a las dos semanas del golpe de Estado, el lunes 24 de septiembre de 1973, Pepe estaba ansioso. En el pupitre de su sala de clases, esperaba la noche para poder sentarse junto a su cuñado Luis Miranda y ver un anunciado combate de boxeo que Televisión Nacional transmitiría para todo el país. Ya en casa y en el tránsito del atardecer a la noche, no se enteraron de los movimientos inusuales que habían alrededor

Recién duchado y con una bata de baño, Pepe se sentó junto a Luis en el sillón, mientras Ángela Saavedra González, hermana mayor de Pepe, se acomodaba en la pieza matrimonial para disfrutar de una solitaria lectura, uno de sus pasatiempos favoritos. El cotejo pugilístico tampoco le interesaba a su prima Claudia, que estaba presta a dormir junto a la asesora del hogar. Sin completar siquiera un round, irrumpieron una quincena de carabineros y militares seguidos por su padre, José, a cuya casa habían llegado antes. El contingente apostó a José padre y a Luis en una de las paredes de la casa, mientras llevaban a José a su habitación, contigua al living comedor.

Ángela oyó un alboroto que no podía ser de Luis ni de Pepe.

Ella caminó siguendo el ruido y cuando abrió la puerta y se encontró de frente con un carabinero, que le impidió el paso y la llamó a la tranquilidad.

-Quédese tranquila señora, no le va a pasar nada al joven-

Por mientras, militares con bayonetas destrozaron el colchón, revolvieron el clóset y el escritorio de Pepe, sin encontrar “la evidencia” que buscaban. Al final de esa media hora de frustrada inspección, se llevaron a Pepe, ante la mirada de su cuñado y su padre.

El mismo día en que se creaba la primera instancia de protección a perseguidos por la dictadura, el Comité Nacional de Ayuda a los Refugiados, la vida de Pepe quedó en manos de la Caravana de la Muerte.

Esa noche nadie pudo dormir.

Ojos color del tiempo

Nacido el 10 de febrero de 1955, José Gregorio Saavedra González fue el cuarto de cinco hijos que tuvieron José Saavedra Navarrete, obrero de la construcción, y Ana Luisa González Barraza, dueña de casa; ninguno de ellos tenía militancia política. Pepe era el único varón de la prole por lo que tenía un lugar especial para su padre. Además era 13 años menor que Ángela, 12 de Victoria y 9 de Marión, también fallecida. La menor de las hermanas es Patricia, nacida dos años después de Pepe, quien tiene intacto los recuerdos de la infancia de su hermano.

-Lo considerábamos un chiche, porque para mí darle la mamadera, cambiarle los pañales, pasearlo en el coche, era como un juego-, cuenta al teléfono Victoria Saavedra González, de 80 años.

Pepe era un “muchacho de piel”, según sus hermanas. No perdía la oportunidad de asaltar con un abrazo a su mamá o de pasear cada domingo a sus sobrinos, quienes también oficiaban de anzuelo para las muchachas que Pepe pretendía. Las estrictas formas de Ana Luisa empezaban a perder efecto sobre Pepe al tiempo en que crecía y encontraba complicidad en su padre y en su hermana Victoria Saavedra González.

-Era bien pololo y amigos de sus amigos, con mi papá le cubríamos las salidas a Pepe, y a su vuelta nos contaba de sus conquistas en las fiestas-, cuenta Victoria al otro lado de la línea.

La voz de Pepe era entre grave y ronca, su piel café clara era “parecida al té con leche”, dicen. Lo que más recuerdan sus hermanas son “sus ojos eran del color del tiempo”, porque cambiaban de tonalidad según la luz que hubiera en el día. Ojos color del tiempo. El paso de la Caravana de la Muerte por Calama fue también el título del libro que Victoria escribió en honor a su hermano, el que fue publicado en 2003 y reeditado en 2019.

Pepe ambientaba su pieza con vinilos de Illapu, Quilapayún y Victor Jara, asimismo le encantaba Santana, Deep Purple y The Doors, al punto que para las fiestas reservaba sus pantalones de tiro largo y ancho, con el fin de presentarse como un rockero sicodélico. Cuando la Unidad Popular (UP) llegó al poder, Pepe, de 16 años, aún no estaba tan imbuido en la política. Fue en el transcurso del primer año del gobierno en que se convenció del proyecto liderado por Salvador Allende, también tuvo la certeza de que quería militar en el Frente de Estudiantes Revolucionarios (FER), fracción estudiantil del Movimiento Izquierda Revolucionaria (MIR). Se volvió dirigente del Liceo de Chuquicamata y se involucró en los trabajos voluntarios en las poblaciones más desposeídas de Calama, como en la Arturo Prat, junto a militantes y curas obreros. En las marchas no perdía la ocasión de estar en posiciones de vanguardia blandiendo los lienzos y banderas del FER, o consignas ad hoc a las jornadas callejeras.

-Llegaba a última hora a almorzar por todas esas actividades. Era muy idealista, estaba muy convencido del proyecto de la Unidad Popular y admiraba a Allende- cuenta Victoria.

A pesar de que su familia lo había visto en marchas, José mantuvo su vida política casi en reserva con su familia y ni siquiera sugirió el tema en alguna sobremesa con ellos, dada las rigurosa crianza con la que Ana Luisa lo había guiado. Recién se enteraron de su militancia luego de que Pepe perdiera su libertad.

La casa de sus padres estaba en avenida Grecia, lo cual era bastante a trasmano de su Liceo situado en Chuquicamata, por lo que de lunes a viernes se alojaba donde su hermana Ángela en Villa Ayquina, ya que le quedaba más cerca. Entre su detención y captura, del lunes 24 al sábado 29 de septiembre, la familia Saavedra González recorrió cada una de las comisarías de Calama, intentando saber de él y entregando almuerzos u onces que Pepe jamás llegó a probar: estuvo aislado en un centro de torturas fuera del recinto policial.

Patricia estaba estudiando en un internado mixto en Iquique y vivía con una tía materna. En los primeros días del secuestro de su hermano, sin saber de lo ocurrido, tuvo pesadillas recurrentes, dos o tres noches soñó que la silueta de su hermano corría y clamaba por su ayuda. “¿Pero qué pasa, Pepe, qué pasa?”, le preguntaba Pati. Luego despertaba con el pecho apretado.

La angustia continuó y le preguntó a su tía cómo estaba su familia en Calama, si es que uno de sus padres estaba enfermo. “¿Pasa algo, cierto?”, le dijo a su tía y ella, descolocada por la pregunta, le contó lo ocurrido con Pepe.

“Tu hermano es preso político”, le dijo la tía.

-Yo no entendía porque a mis quince años vivía en una burbuja, no sabía de política, no sabía nada-, relata Patricia.

***

Agolpados en las inmediaciones de la cárcel de Calama, la familia de Pepe, que apenas pudo divisarlo, notó inmediatamente su debilidad a raíz de los cinco días de tormentos infligidos por el naciente aparato represor de la dictadura. Pepe, si bien estaba agradecido por las visitas, no permitió que sus amigos lo fueran a ver a la cárcel, porque relacionarlos con él, en ese momento, era sinónimo de peligro.

El 29 de septiembre, Jose Saavedra o “Pepe”, fue procesado por un Consejo de Guerra y condenado a seis años de relegación al sur del paralelo 38, en la Región de la Araucanía, acusado de haber participado “en reuniones prohibidas en tiempos de guerra”. Esa junta fue, en específico, una reunión con estudiantes de su Liceo. Dieron con Pepe luego de haber torturado a otro joven que asistió al encuentro.

José padre tenía un restaurant cerca de un regimiento y los militares eran asiduos a ese lugar; con algunos hablaba y prácticamente a todos los ubicaba. Tras la detención de Pepe, la mayoría de los comensales se volvió distante. Victoria recuerda que incluso hubo una parte de la vecindad que los aisló, al punto que algunos padres no dejaban que sus hijos jugaran con los de ella o los de sus hermanas. Esto hizo que la familia se mudara de barrio y que los dos hijos de Victoria, que nacieron entre 1968 y 1970, supiera lo ocurrido con el tío una década después.

-Vivimos la dictadura prácticamente aislados porque en Calama, al ser una ciudad chica, todos sabían quiénes eran los familiares de las víctimas. Muchas veces oímos el ‘por algo los habían matado’ (…) ¿Cómo puede haber tanta maldad, cómo pueden llegar a estos extremos?-se pregunta.

El viernes 19 de octubre de 1973, José padre llevó su habitual vianda a su hijo sin la certeza, una vez más, de que llegase a comerla. Ese día los gendarmes no le recibieron la encomienda a él ni a los demás familiares de los detenidos, por lo que el día siguiente, el sábado 20, se reunieron nuevamente en el recinto penitenciario.

La tensión por las respuestas esquivas se extendió hasta las tres de la tarde, cuando el Capellán del Ejército Luis Jorquera, escoltado por militares, se acercó a ellos y les contó que Pepe, junto a otras 25 personas, mientras eran trasladados a Antofagasta, fueron ejecutados tras una sublevación. Según declararon años después los condenados por este caso, los detenidos habría intentado escapar, motivo que los llevó a ejecutarlos en Topater. Quienes recibieron sentencia fueron Pedro Espinoza Bravo, segundo en jerarquía de la DINA; Juan Chiminelli Fullerton, Carlos Larger Von Furstenberg, Hernán Núñez Manríquez, Víctor Santander Véliz, Emilio de la Mahotiere González y Luis Felipe Polanco Gallardo.

Era turno de informar el desenlace de Pepe a su madre, Ana Luisa, quien al verlos llegar absortos a casa, les espetó con certeza “¡Lo mataron!”. El silencio otorgó la respuesta.

-Nos quedamos todos, mis hermanas y mi papá, callados. Mi mamá lloró toda la noche y gritaba ‘¿cómo pudo irse siendo tan joven’?’. Esa noche dormimos junto a mi esposo en la cama de Pepe y todavía estaba el olor de su perfume. Estaban sus cosas allí todavía y era como si estuviese él- cuenta Victoria.

Pepe y los 25 se volvieron parte de las primeras víctimas de la “Caravana de la Muerte”, un conjunto de políticas de terror y exterminio lideradas por el General Sergio Arellano Stark apenas comenzada la dictadura militar, tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973. Iniciada en el sur para luego continuar por el norte del territorio nacional, su recorrido tenía como objetivo implantar terror y generar una pronta sumisión de la población a las fuerzas armadas que gobernaban de facto.

Desde ese instante, la familia Saavedra González comenzaba su propio recorrido: encontrar a Pepe, vivo o muerto, para el último abrazo.

Despojo de medio siglo

Inmediatamente los familiares pidieron sus cuerpos y los militares dijeron que estaban enterrados en la pampa, en un lugar reservado por el ejército, y que recién dentro de un año podrían ser entregados los restos a sus deudos. Pasados ese año, ya en 1974, la Gobernación Regional les dijo a los familiares que, de abrir la fosa mortuoria, los deudos debían hacerse cargo de todos los costes funerarios, aunque los cadáveres no correspondieran a quienes buscaban. La aceptación fue tan inesperada para el Gobernador y viendo que las evasivas ya no alcanzaban a contener la voluntad de los familiares, tuvo que reconocer que no sabían dónde estaban los cuerpos.

Sea por negación o por la confusión provocados por el trauma, para sus padres y hermanas aún habían posibilidades de hallar a Pepe con vida; sin embargo las indagaciones que hicieron por su cuenta se enfocaron más en encontrar sus restos. Fueron periódicos los trayectos a Tuina, en la pampa calameña, con palas, chuzos y picotas, para cavar por donde los informantes pagados sugirieron, hasta cada puesta del sol.

“El que haya una considerable cantidad de víctimas jóvenes se debe a que eran ellos quienes estaban insertos en el proyecto de la Unidad Popular”, cuenta la actual diputada del Partido Comunista Carmen Hertz. Dentro de las 27 víctimas, estaba Carlos Berger Guralnik, por entonces su esposo. Posterior al trauma, Hertz trabajó en pos de la recuperación tanto de la democracia como en la de los cuerpos de las víctimas para sus familiares. Aquí da cuenta de parte del modus operandi de la Caravana de la Muerte: “Inmediatamente después del 11 de septiembre de 1973, Chile se llenó de campos de concentración y centros de reclusión de Arica a Magallanes. No hubo una sola comisaría que no fuese transformada en un centro de detención. A lo largo de todo el país vejaron, torturaron y asesinaron al movimiento popular”.

 El Informe Nacional sobre Prisión Política y Tortura, conocido más como Informe Valech, fue dado a conocer en 2004 y expone un perfil de los detenidos, torturados y asesinados por el régimen. 4 de cada 10 detenidos tenía entre 21 a 30 años y el 14% era menor a 21 años.

Las hermanas, al formar familia, también tuvieron que resolver cómo hacían para abordar la desaparición forzosa de su hermano: tanto ellas como las sugerencias de cercanos coincidieron en que debían contarles a sus hijos cuando ellos preguntaran.

La versión que sostuvieron fue que el tío estaba en otra ciudad estudiando. Sin embargo, las conversaciones de la familia al recordar a José fueron captadas por Rodrigo, hijo mayor de Victoria. “Ya sabía, mamá”, le respondió a sus diez años, acompañado de su hermana menor Pamela. Para Patricia fue algo diferente cuando les contó a sus hijos: Sergio quedó en silencio y el mayor, Diego, largó un “¡Milicos desgraciados!”.

Con arribo diferenciado, Ángela, Victoria y Patricia fueron secretarias en Codelco en Chuquicamata. Antes del secuestro de Pepe, Ángela fue una dirigente de la Federación de Secretarias de Chile, y en 1972 se pagó un viaje a Ciudad de México para un congreso latinoamericano del gremio: “fui solita. Inclusive, aproveché de ir dos semanas a Estados Unidos”, recuerda.

La mano del gobierno de facto a la cuprífera estatal la recuerda bien Ángela: “Mi jefe, un militar, siempre supo lo que pasó con mi hermano, pero no me dijo nada. Cuando tenía actividades con los familiares de ejecutados, le decía que tenía que ver a mi hija y él no me ponía trabas. A pesar de todo, se comportó muy bien conmigo”.

Inesperadamente, Codelco le ofreció un pasatiempo: fue socia fundadora de Cobreloa, insigne club de fútbol de Calama vinculado directamente a la empresa y que prontamente conoció la gloria desde su fundación hasta principios de los años noventa. Viajó a Montevideo para ver los triunfos ante Nacional y Peñarol, colosos del balompié mundial, que llevaron al equipo chileno a disputar la final de la Copa Libertadores de 1981. “Y hoy sigo con Cobreloa, aunque no estemos bien. Ahora estoy esperando que eliminemos a Colo Colo en la Copa Chile”, agrega.

A pesar de que el rapto de su hermano la volvió “más retraída y temerosa”, Ángela, su hermana Victoria y otros familiares de ejecutados políticos conformaron en 1983 la Agrupación de Familiares de Ejecutados y Detenidos Desaparecidos (AFEDDEP) en Calama, cuyas primeras acciones fueron instancias de contención en las que pudieron compartir sus tormentos. “Fue como una terapia, donde pudimos darle cobijo a nuestros sentimientos. Creamos un ambiente familiar con las mujeres”, cuenta Victoria. Ella y luego Ángela fueron presidentas de la organización que inició las búsquedas de restos en la región en plena dictadura.

En tanto, para Alicia Lira Matus, presidenta nacional de la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos (AFEP), la fuerza para continuar viviendo cargando este dolor provino de convicciones y sentimientos trascendentes:  “A partir del amor infinito y el rechazo a los crímenes sistemáticos cometidos por la dictadura, que buscó la forma más alevosa para eliminar a quienes pensaban distinto. Nuestra fortaleza apareció cuando nos juntamos los familiares y nos empezamos a abrazar con la convicción de que estas atrocidades no podían quedar en la impunidad”. Recientemente reconocida por la Universidad de Chile con la “Medalla de Derechos Humanos y Democracia”, reflexionó sobre su vida abocada a la memoria,a la justicia y la reparación: “Cuando uno tiene un sueño colectivo y no es utópico, uno sabe caerse, llorar, pararse y reírse y seguir con más fuerza adelante”.

La familia Saavedra González se enteró de que un médico argentino sabía dónde podían estar los cuerpos de Pepe y los demás ejecutados, por lo que se organizaron entre familiares de desaparecidos y personas de confianza para organizar ese viaje. Con esa información, enviaron a un emisario para que pudiese recabar la información clave en la búsqueda de los cuerpos.

1990: “Los cuerpos los dinamitaron”, comentaba la familia Saavedra González en el desierto de Atacama, cuando se dirigieron a las excavaciones que hizo el Servicio Médico Legal en fosas con osamentas diseminadas y entremezcladas con restos de cuero cabelludo y dientes. Sin embargo, no habían rastros de nitroglicerina por lo que la hipótesis de que los cuerpos fueron removidos y hechos desaparecer cobraba fuerza. “Solamente quedaban remanentes como los huesos de las manos y otros restos, pero no quedaban huesos largos”, nos cuenta Victoria al teléfono.

Lo que pudo ser

En julio de 2015, la Corte de Apelaciones de Santiago informaba que un resto de maxilar correspondía a Pepe, pero la osamenta resultó ser de otro joven. Tras este  este nuevo amague de la verdad, el viernes 30 de septiembre de 2016 por fin la familia Saavedra González logró dar con los últimos vestigios de osamenta. Victoria, Ángela y Patricia pasaron a una blanca sala del Servicio Médico Legal de Calama donde les entregaron tres trozos de costillas y dos trozos de vértebras, junto al ignoto hueso craneal, los restos que esperaron por 43 años.

El funeral fue al día siguiente, el sábado 1 de octubre. A pesar de que eran alrededor de diez familias que enterraban a los deudos de esa matanza, la ceremonia fue íntima dada la escasa cantidad de gente y la previa disposición a no divulgar el sepelio. Sin embargo, Ángela y Victoria se sorprendieron al que ver que entre los asistentes estaban los amigos de Pepe, a quienes conocieron como adolescentes y que ese día, portando los inconfundibles rasgos de los años, iban a dar la anhelada despedida. Así fue el encuentro para Victoria: “Nos sorprendíamos de sus canas, nos contaban que ya eran abuelos y lo que habían hecho de sus vidas. Haberlos visto fue como ver lo que Pepe pudo llegar a ser”.

Ante la inminente conmemoración de los cincuenta años del golpe de Estado, las hermanas coinciden en que el negacionismo y las posiciones divididas han tensionado la fecha. “Es necesario que los jóvenes se informen bien para que no repitan los errores del pasado”, comenta Patricia. Por su parte, Ángela vislumbra su próximo viaje a Calama: “con todo lo empoderada que me creo, me siento vulnerable y no quiero eso para los años que me quedan”.

-Ojalá que nunca más vuelva a ocurrir esto. Mientras haya una persona que piense que lo que ocurrió fue terrible y de que esté convencido de que la historia no fue como la cuentan ellos (pinochetistas), hay esperanza- dice Victoria.

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* El 18 de mayo de 2020, la Corte de Apelaciones de Santiago condenó a siete militares por este episodio de la Caravana de la Muerte. Sin contemplar costas de la causa, los militares y sus años de presidio respectivo son:
 Pedro Espinoza Bravo y Juan Chiminelli Fullerton: Cadena perpetua.
 Carlos Larger Von Furstenberg, Hernán Núñez Manríquez y Víctor Santander Véliz: quince años y un día de presidio mayor en su grado máximo.
 Emilio de la Mahotiere González y Luis Felipe Polanco Gallardo: doce años de presidio mayor en grado medio.
 *El pasado 16 de junio de 2023, en la arista Valdivia, también fueron condenados Chiminelli y Espinoza Bravo, quien era el segundo en jerarquía de la DINA.
Fotos: Cedidas por familia Saavedra González.
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Escrito por

Periodista / Equipo La Otra diaria

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