Norma Vaquero tiene 43 años, y un hijo de ocho. Coordina la Casa Verde, donde se desarrolla conciencia ambiental, talleres artísticos de verano y hay espacios lúdicos para las infancias de una comunidad semirrural de Santo Tomás, en San Salvador, El Salvador. Desde que gestó y parió, ha enfrentado problemas graves de salud, personales y económicos. Sin embargo, no solo se preocupa por el bienestar de su pequeña familia sino que facilita un espacio para acompañar otras maternidades y cree en que los cuidados deben ser sociales. Esta es su historia en primera persona.
Mi nombre es Norma Vaquero. Tengo 43 años. Nací el 22 de abril de 1978. Vivo en Santo Tomás pero nací en San Marcos, hija de Leonor de Vaquero y Heriberto. Tengo una hermana mayor, con dos años de diferencia. Tengo un hijo que se llama Marcel, de ocho años, soy cuidadora monoparental desde que Marcel tiene un año y tres meses.
¿Una anécdota de infancia que me haya cimbrado? Más que todo, el trato y el acercamiento que tuve con mis abuelas, ya que mi abuela paterna estaba trabajando todo el tiempo, ella vendía, salía a la calle, era vendedora ambulante.
Una amiga de ella, vecina de la comunidad, enfermó de su mente y el Estado le quitó a sus hijos y los llevó al Hogar del Niño San Vicente de Paul. Mi abuela hizo todo el trámite para que la custodia pasara a ella, aunque cuidaba a mis primos, a algunos de mis tíos –tuvo once hijos, aunque tres fallecieron– y aún así quería tener a los hijos de su amiga.
Íbamos todos los domingos al Hogar San Vicente de Paúl a ver a los que iban a ser mis nuevos primos. Ella me decía “Hablá con ellos, contales qué hacés en la casa, contales qué haces en la escuela, porque ellos van a vivir con nosotros, queremos que estén con nosotros”. Eran dos. Carlitos tenía 11 años y Karlita tenía como ocho años, más o menos. Mi primo ahora está viviendo en Guatemala, tiene pupuserías, mi prima estaba viviendo en Alemania, pero no sé si ya se movió a Moscú. La señora ya falleció, pero mi abuela les salvó la vida y los mantuvo juntos.
Mi abuela tenía para entonces como 60 años. Una vez, iba caminando en el hogar, y vinieron como cinco niños a abrazarla, porque ella llevaba siempre una cesta con algo de comida. Entonces, un niño le dijo “¿Y a mí me va a llevar a su casa?”. Ella sólo se agachó, lo abrazó y le dijo “Yo espero que alguien te lleve a su casa. Yo sólo puedo llevarme a dos, pero espero que alguien te lleve a su casa, pero aquí te traigo un regalito para vos”.
Nos sentábamos en unas mesas y estaban todos los niños ahí comiendo. Después entendí que ella había adoptado a los hijos de su amiga y qué era lo que estábamos yendo a hacer. Yo tenía como seis o siete años y lo recuerdo súper bien. Ese gran gesto de valentía y amor de parte de mi abuela me marcó un montón, porque cuando decían de niños que no tenían a su mamá o a su papá, yo imaginaba que los llevaban a ese lugar y me decía “¿Pero alguien va a llegar a traerlos ahí? Porque ahí llevan niños y después se los llevan a una casa bonita y juegan con ellos”.
Eso me marcó en el tema de que miras a otro niño y a otra niña como parte de tu familia. Yo sabía que ellos no eran de ninguno de mis tíos, sino que eran amigos, pero ya eran los nietos de mi abuela, ya eran de mi familia.
Comunidad
La Casa Verde nació en 2010 y es una iniciativa personal y comunitaria que atiende a unos 57 niños y niñas en talleres artísticos y ecológicos, pero no funge como guardería o centro de cuidado de día. Cuenta con seis voluntarios locales y, en su haber, ha contado con el apoyo de unos 80 voluntarios nacionales e internacionales. Realiza programas con las niñas y los niños y con la comunidad en general. Norma y las mamás de la comunidad sueñan con que en Santo Tomás se funde un centro de desarrollo infantil público y de calidad. Sugieren que sea en el mercado.
Recientemente, Norma gestionó apoyo de la alcaldía de Santo Tomás para llevar de paseo a los niños de la comunidad a Surf City.
Criar en comunidad es como ser ese apoyo que otra mujer necesita o que otra familia necesita. Y también es el sentimiento de corresponsabilidad, porque aunque no sean mis niños o mis hijos, aunque no sea familiar de ellos, aunque no lleven mi apellido, mi sangre… ese sentimiento de corresponsabilidad de que sé que hay otra mujer que necesita ese apoyo de mi parte, ya sea de cinco o diez minutos, una hora, dos horas, en el que yo voy a poder no suplantar esta maternidad, sino acortar esa maternidad.
Para mí, el poder maternar en comunidad es una red que nos sostiene. O sea, si nosotras pudiéramos hacerlo como lo hacían nuestros antepasados, como lo hacían nuestras abuelas, como lo hacen esas familias grandes en las que si vos no podías, podía tu tía, tu abuela, tu amiga o la vecina. Entonces, yo creería que, si pudiéramos tener ese sentimiento entre nosotras, todas pudiéramos sostener a más niñez y aún más a la adolescencia que lo necesita en este momento.
Dejamos abandonado ese paradigma comunitario, por ejemplo, los niños de mi comunidad también son mis niños, ¿no?
Empezamos a perder ese paradigma cuando empezamos a conceptualizar “mi hijo o mi hija”, ese sentimiento de pertenencia. Esto es lo mío y eso es lo tuyo, incluyendo tus hijos, todo. Tiene que ver con la propiedad. Y también cuando hacemos esa diferencia entre “mis hijos y los tuyos”. Cómo tus hijos están vestidos. Los míos cómo están vestidos. Miralos. Competitividad.
Fue cuando inició ese movimiento en el que todas y todos empezamos a decir “esto es mío, esto es tuyo”. O sea, no sabíamos realmente que estábamos arrasando con todo. Todo ese espíritu que nos inculcaron a nosotras y que se vivía en comunidad. Yo siempre digo esa com-unidad, esa es la paz, esa que forma esa palabra.
Otra mujer puede ver que un niño o una niña está necesitado de algo o tiene alguna necesidad en la calle pero como “ese no es mi hijo, ese no es mi problema. O sea, ya tengo mis problemas, que son demasiados, que son muchos, que es mi carga. Ya que se encargue fulanito o fulanita de ese problema”.
Sobre el pet friendly y el child free. A la mascota sí la podés sacar, porque la has educado supuestamente para que esté ahí con vos, para eso no habla, no te molesta, no te incomoda como te puede incomodar un niño. El problema siento que es que nosotros nos hemos olvidado de todas esas etapas que nosotras también vivimos, o sea, también nosotras fuimos niñas.
El adultocentrismo está en todo. El niño y la niña, más en su berrinche hacen esto, hacen lo otro, pero yo ya no lo hago. “La mamá debería controlar esa situación”. Ayer estaba leyendo que alguien decía que por qué llevan niños y niñas a las fiestas, a las bodas o a los paseos
Yo les digo a las mamás que vienen acá al espacio, “¿Cómo va a esperar usted que a los seis años su niño ya pueda leer y escribir si durante todos estos años usted no le acercó la lectura, no se la mostró, no le enseñó un libro?”. No sabe leer, no, pero tiene que ir conociendo las letras.
¿Cómo le va a gustar la música si no se la acercaste? No se lo permitís. Si en la primera infancia lo tenés como un carrito o como un adorno, aquí está mi hijo, peor, porque ese niño, supuestamente, no es pensante, no siente, no puede, pero sí está expresando algo con su cuerpo, con su llanto.
Identidad y embarazo
Soy licenciada en Educación para la Salud. La elegí porque es una carrera comunitaria, una extensión de la medicina, pero de la medicina comunitaria, la medicina familiar y, más que todo, de la medicina preventiva.
Llegué a la maternidad llena de sorpresas. Mi idea y mi concepción era no ser madre. Yo no quería tener hijos. Ya atendía a niñez y adolescencia, pero no quería ser madre. Cuando me enteré que estaba embarazada, tomé la decisión de avanzar con el embarazo y dejé de ser no madre.
Tenía 36 años. Pasé varios días en shock, porque fui a pasar consulta porque estaba muy mal de salud y pensé que era porque algo que había comido me había caído muy mal, que había hecho desórdenes alimenticios. Cuando me enteré, no lo podía creer. Yo dije “no puede ser, no puede ser que estoy embarazada”.
Me hicieron una ultra y estaba embarazada, tenía dos meses y medio de embarazo. Yo no sabía que estaba embarazada y, en ese momento, se me vino abajo el mundo, así, literalmente. Yo estaba a punto de irme del país para Costa Rica, a sacar una maestría allá, y lo primero que pensé fue “¿Cómo hago con la maestría?”. No pensé en otra cosa más que “¿Qué va a pasar con la maestría? Tengo que detener todo eso, tengo que dejar todo eso”. Y lo tuve que dejar. Ya no viajé, ya no fui a Buenos Aires, había estado en Alemania, en Suecia.
Recién había regresado de Australia porque había estado estudiando y trabajando en una pasantía, y traía muchos planes y proyectos que iba a cumplir, que tenía que hacer, que tengo que hacer, que los voy a realizar en el momento oportuno.
Y fue un embarazo de alto riesgo, lo peor de todo. Yo sentía esa intromisión, o sea, ese alguien que estaba dentro de mí, al que yo no había invitado y, en algún momento, ese sentimiento de choque de “¿Qué está haciendo este niño?”.
“No puedo sentir eso”, me decía, porque yo sé que va a haber un momento en el que el niño va a sentir que está siendo rechazado. El cuerpo crea, entonces, dije “No, no voy a hacer que este niño se me vaya a venir porque yo estoy pensando en que no lo quiero”. Tuve que aislarme un momento durante el embarazo, irme, me fui a la playa y estando allá pude concentrarme en que estaba en mi etapa de embarazo.
La violencia
A dos meses de la cesárea, tenía como un medio dolor, y dije “Bueno, como fue cesárea, es posible que tenga algunas complicaciones. No, ni siquiera tengo los tres meses de la cesárea”. Yo sabía que no era el apéndice porque era un dolor extraño en un lugar raro y dijeron que era el apéndice. Me operaron y, en la noche, cuando me trajeron de regreso, seguí peor.
Cuando me regresaron al hospital, me dijeron “No, fíjese que es la vesícula, nos equivocamos”. Tenía los tres meses de la cesárea, ya me habían operado y no podían hacer nada por los cálculos que estaban y, como estaba dando de mamar, tenía que esperarme seis meses para poder hacerme una operación.
Pero en ese tiempo se complicó. Los cálculos se fueron para el páncreas, me dio pancreatitis y estuve en el hospital también por eso. Y los otros cálculos se fueron para el hígado. Todo eso se atrasó tanto porque me decían “No, no puede, no la podemos operar”.
Y era esperar, porque cada vez iba saliendo una cosa más, una cosa más. Y llegué a pesar como 40 libras en seis, siete meses. Fue casi una caída completa. Tuve que dejar la casa y me cuidaba la abuela paterna de Marcel. Y en eso, cuando ya logré tener un poco de peso para hacerme la última operación, él (su expareja) se fue y yo tenía una semana de que me habían operado.
Decía que había soportado demasiado, que era por tanto que había pasado en los hospitales, que habíamos gastado muchísimo dinero. Yo no estaba trabajando, todo era acumulado… En realidad, él ya estaba con otra persona. Marcel tenía un año y medio y ya había estado dos veces en el hospital porque es asmático, mientras yo estaba en el hospital, y estábamos en una condición de salud deplorable. Horrible.
Ella (la abuela paterna) era la que estaba sosteniendo todo. Bañaba, daba de comer a Marcel, lo cuidaba. Ella y mi hermana estaban pendiente de él y del cuidado. Ella, que tuvo siete hijos. Y realizaba toda la actividad de casa en todos los aspectos. Y los nietos. Y sigue ahorita, tiene otro nieto bebé y está (apoyando). Ella fue un gran soporte para mí porque dejó su casa y se vino aquí a cuidarme a mí, a cuidar a Marcel, a medio sostener la relación para que no se cayera.
¿Lo más gozoso? Ha sido poder levantarme de la condición en la que me quedé cuando tuve la separación del papá de mi hijo. Levantarme de eso fue lo más sorprendente para mí, porque yo sí consideraba que era una mujer fuerte.
Recuerdo una vez, estábamos en nuestro cuarto. Bajar las gradas era un reto horroroso, porque tenía que dejar a Marcel aquí, porque no lo podía cargar hasta abajo por la operación. Tenía que lavar ahí abajo, lavar los trastes, hacer todo, y decía “¿Cómo voy a hacer todo?”
Además, el sostenimiento de por sí. Me acuerdo bien que mi vecina de enfrente una vez vino, bendita vecina, traía una plato de sopa y me dijo “Mire, aquí le traigo, está bien calientita, tómesela”. Cuando la vi, fue como que me rompí, caí completamente y ella me vio que me puse mala y me dijo “¿Qué le pasó?”. Y yo no le podía decir nada, entonces, me dice “Él se fue, ya no he visto el carro”. Me dijo “No se preocupe, ya vamos a ver cómo salimos, no se preocupen, venga”. En plural, así.
Me acuerdo que cuando ella traía comida todos los días, yo partía la comida y decía: “Esto va a almorzar Marcel hoy. Y se lo voy a calentar para que cene en la noche, más la leche”. Ese era el menú.
Era poco lo que yo podía darle, porque me quedé sin trabajo, sin teléfono, sin computadora, sin nada. No tenía cómo, no podía. Yo creo que pasé así como un mes más o menos, no podía ordenarme.
En esa película, lo más difícil para mí fue ordenar todo lo que tenía que hacer o por dónde empezar, o si tenía que empezar a hacer el qué. La vecina venía y siempre me traía algo y veía la cocina a ver qué había ahí, si no había movimiento ahí, entonces era como “Aquí no hay nada”.
Y recuerdo que mi mamá vino una vez y me dijo “Vamos a buscarlo y hablen, que vuelva”. Y ella se puso a cocinar algo y la vi de espaldas. Me le quedé viendo. Empecé a ver la vida de mi mami y me dije “No, no quiero ser como ella, no quiero”.
Y me dijo “Vamos para la casa, agarrá las cosas, cómo vas a estar aquí sola. Vamos para la casa”. Yo le dije “Mami, no, me voy a quedar aquí. Esta es mi casa, aquí con mi hijo. Si usted me quiere apoyar, recibo todo lo que usted quiera darme, pero no me voy a ir y tampoco lo voy a ir a buscar a él”.
Si yo no hubiese tomado esa decisión, no estuviera como estoy ahora. Fue difícil ese tiempo. Fui a buscar trabajo de lo que fuera. Aunque yo había trabajado con organismos internacionales, conocía a mucha gente. Yo lo que necesitaba era poder suplir el alimento, la ropa y las necesidades de Marcel.
La búsqueda
A la misma vecina, le dije “Tenga el niño, ya voy a regresar”. “Sí”, me dijo. Y ella con su nieto ahí también. Me acuerdo que me fui. Hay un vivero aquí por la autopista que lo acababan de abrir y yo dije “Ahí voy a ir a pedir trabajo”.
Llegué, y le dije a una señora que estaba ahí “Fíjese que ando buscando trabajo, no sé si usted necesita a alguien, soy buena con las plantas y me gusta hablar con la gente” y a saber qué cara me vio porque me dijo “Ay, mamita, no te puedo ayudar, ahorita no puedo”.
Yo había anotado el número de teléfono de mi hermana porque yo no tenía teléfono. Se lo di y le dije “Si usted necesita a alguien en algún momento, por favor llámame”. Me dijo “Sí, está bien”. Se metió la mano en el bolsillo y me dio dos dólares. “Tómate algo”, me dijo, porque eran como las 11:30 a.m.
Yo había caminado, había buscado en varios lugares y venía destrozada. Ahí dije “Nooo, era un buen lugar, estaba cerca”. Y me acuerdo que pasé sacando al niño y le di los dos dólares a mi vecina y le dije gracias. “No te preocupes, ¿y no encontró nada?”. “No”, le dije, “Nada”.
El encuentro
Al mes, más o menos, Marcel ya iba a cumplir los dos años, una amiga me escribió en Facebook, yo había subido, después de mucho tiempo, una foto con Marcel riendo. Estaba jugando. Ella me dijo “Norma, ¿cómo ha hecho usted para levantarse de lo que le pasó?”. El que era su esposo se fue. Y me puso: “Estoy destrozada. Destruida. Dígame, ¿cómo ha hecho usted?” y le dije “Mire a su niña. Ahí está su fuerza. Yo sólo he visto a Marcel y mi fuerza está ahí. O sea, estoy mal. Yo estoy mal, pero voy a salir adelante de alguna forma”. Y le dije “Usted tiene a su familia, su empresa, sus cosas, tiene todo. Usted tiene su habilidad de crear. No se tire, no se deje ahí. Va a seguir este camino”.
Me decía “No quiero, ya no quiero trabajar. Que todo eso se pierda”. Y le dije “Mire, yo necesito trabajo. Deme trabajo. Yo le voy a ayudar con la empresa. No la pierda”. La empresa de ella hacía harina de plátanos, todo ‘gluten free’ y productos muy buenos. Tenía su producto en varios restaurantes. En la San Benito, Plaza Merliot, en no sé qué lugares. Muy bueno. “Démosle”, le dije. Me dijo “vaya, véngase la otra semana”.
“¿Y ahora quién me va a cuidar a la criatura? ¿Cómo voy a hacer?”, pensé. Le dije a mi mami “Fíjese que me ha salido un trabajo y voy a ir a trabajar. Ténganme a Marcel”. Yo me llevaba a Marcel en el microbús como a las 5:00 a.m., lo dejaban donde de mi mamá y agarraba otro bus para ir a trabajar y luego regresaba.
Pasaba pelando yuca todo el día, desde las 7 de la mañana hasta las 5 de la tarde, pelando plátano, iba a la tienda a comprar los tomates que se necesitaban, a hacer todo lo que se hacía en la empresa. Y la señora me decía “Norma, increíble que estemos haciendo esto mientras los hombres están jodiendo”. Y le dije “Nosotras estamos haciendo nuestro trabajo porque queremos salir adelante. Usted deje que estén haciendo lo que quieran, porque nosotras estamos haciendo nuestro trabajo y nos va muy bien”.
En un mes, esa empresa volvió otra vez. Abrimos siete tiendas nuevas de distribución de alimentos y contratamos dos mujeres más para que empezaran a trabajar. Yo ya no estaba solo pelando, sino que me iba a las tiendas a ver productos, a las ferias, a apoyarla a ella con el nuevo diseño de las viñetas, porque le cambiamos todo a la empresa, pasé como unos seis meses trabajando con ella.
Luego ya me llamaron dos organismos internacionales para llevar proyectos y poder hacer algunas consultorías. Y la sorpresa grande fue que las consultorías eran aquí en el municipio. Ya no tenía que mover a Marcel de un lado a otro, tenía que estar acá donde conozco a los directores de los centros escolares, donde me siento cómoda, segura y con mi hijo aquí.
Casa
Y a raíz de eso, empecé a dar el enganche de la casa. Ya está, casi estoy a punto de que sea mía. Falta una nadita, esperamos que este año lo podamos hacer. No hubiera podido hacer todo esto. La fuerza estaba ahí. El centro de mi energía estaba dentro de mí. Y salió y sigue aquí.
Hay un montón de cosas que quiero hacer, no solo el proyecto de la casa, sino cosas personales, enseñando y mostrándole a Marcel que él puede ser independiente en muchas cosas. Un apoyo grande para mamá, pero también haciendo su vida. Su vida de ocho años. Hemos tenido dificultades, pero ahí vamos.
Yo lo que he visto en mi camino son mujeres luminarias ahí siempre haciendo algo. Como ese jueguito de ajedrez en el que las piezas van quedando justas para que puedas, en algún momento, dar el jaque mate.
Su hijo
Marcel es un niño que tiene una energía increíble, que no le cabe en el cuerpo. Es muy ingenioso y saca sus conclusiones muy rápidamente de lo que está pasando alrededor con alguien. Me dice “Yo haría esto, esto y esto”. Le gusta muchísimo leer. Es como el refugio de su ser. Cuando está incómodo, se mete a leer y ahora a escribir. Está escribiendo lo que le va pasando en el diario vivir. Ha aprendido, por estar en este espacio, a que todo se comparte en la vida, el amor, y ha logrado entender su situación con su familia y conmigo.
Al principio, yo quería crear un mundo fantástico alrededor de él, luego entendí que no era la salida porque estaba como camuflajeando el hecho, él sabe que alguien no está, que hay una ausencia. Yo no quería que fuera tan notoria y, cuando dejé de hacer eso, él entendió claramente, y sin tanta fuerza, el hecho de que hay una ausencia bien clara, que está ahí y va a estar ahí, pero no es importante o determinante para él.
Aunque me interesa mucho el tema de los vínculos, el vínculo con él (su padre), con las abuelas. Me encantaría muchísimo que él pudiera mantener estos vínculos. Él es un niño genial.
– ¿Qué le pedirías al Estado, gobierno, instituciones, empresas, sociedad, familias, para las mamás?
Les pediría un espacio donde todas las niñas y niños se puedan desarrollar en todo aspecto, emocionalmente, económicamente, académicamente, en donde podamos tener esa salud mental, ese equilibrio mental que necesitamos. Eso pediría, que pudiéramos tener esos espacios en los que realmente podamos nosotras decir “Quiero ir al centro, quiero ir a pagar recibos, quiero hacer todo esto, no puedo estar con mi hijo, pero lo puedo dejar aquí. Él va a jugar, va a hacer esto, mientras yo estoy resolviendo esas cosas que necesitan toda mi concentración”.
Ese momento, esos espacios en los que incluso vos solo querés ir a tomarte un café y querés estar relajada. Tu tiempo. Tomarte tu tiempo. Aceptar un espacio para las mujeres madres.
– Y a algunas no madres que ejercen violencia simbólica hacia las madres, ¿Qué les dirías?
Les pediría que se pudieran acercar a nosotras y ver nuestra realidad, no que se pongan en nuestros zapatos, porque eso no, no vas a poder entender a otras mujeres madres, si no sos madre, es difícil.
Ni siquiera como madres podemos decir “Ah, yo entiendo 100%”. Tu realidad es otra, la mía es otra. Pero sí me gustaría que pudieran tener un acercamiento con nosotras y poder ver realmente esta realidad, el por qué. Estoy de acuerdo con que hay mujeres que no quieren ser madres, pero soy madre, no estoy contradiciéndome en ningún momento, pero sí estoy viendo que hay realidades diferentes y es posible que todas las podamos tener.
Me gustaría que pudieran acercarse y conocer y reconocer que nosotras tenemos esta lucha, nuestro propio trabajo en que estamos tratando de tener maternidades responsables, responsables con nosotras. Maternidades libres. Libres de un montón de cosas, maternidades seguras, que estamos tratando de dar crianza positiva, crianza libertaria, tratando de que nuestros hijos e hijas no sigan estos patrones que nosotras tuvimos o sus genitores también tuvieron. Yo esperaría que se acerquen.
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*Yo crío, cuidadoras en primera persona es un proyecto realizado por Pie de Página en México, La Otra Diaria en Chile y Alharaca en El Salvador, que pone sobre la mesa las distintas formas de criar y los retos que enfrenta. En México este trabajo fue realizado gracias al apoyo de Fondo Semillas.
Ilustraciones : Alejandro Sol
Fotos: Kellys Portillo
Arte: Andrea Burgos