Escribo cuando ya cumplo más de una semana sin dormir. Con mis manos que no paran de temblar y sin lograr concentrarme. La mente se va con el miedo. Este texto cuesta.
Empieza a caer la noche e inicia el terror: ¿a cuántos matarán hoy?, ¿en dónde se irá a reventar todo?, ¿será Bogotá, Cali, Medellín, Zipaquirá, Pereira, Pasto? Ya no hay ciudad segura.
Avanza la noche y los reportes llegan: mataron a tres en Siloé, o tal vez fueron cinco. Torturaron a los detenidos por Terrón, golpearon a otros. Aparecen vídeos de muchachos que fueron quemados vivos en estaciones de policía, mientras en otro vídeo un vecino graba los gritos de terror que salen desde esas mismas estaciones. Aterrizó un helicóptero en Usme, o tal vez fue en Bosa, hubo otro que disparó desde el cielo de Tuluá, y cuatro helicópteros más aterrizaron en Gachancipá. Se metieron a las casas de los muchachos en Pereira. A uno le dispararon ocho veces. A otro lo mataron en plena transmisión en vivo. Los tanques recorrieron las calles botando municiones con un cañón de mayor capacidad, que es capaz de dispersar bombas aturdidoras a mucha mayor velocidad y con mucho mayor alcance.
Esto es una guerra.
Y ahora, la censura. El silencio. La falta de vídeos. Los cortes de luz. Duele saber, pero siempre será peor que no se sepa nada.
Es que nos callan.
Pasamos la noche entera esperando nuevos vídeos, que muestren cuántos muertos fueron. Cuántos son los heridos. Cuántos son ahora los desaparecidos. Son nuevos tiroteos todas las noches. Son denuncias que cada noche se hacen más aterradoras.
Escribo esto pensando en los casi cuarenta asesinados, cientos de desaparecidos y cientos de víctimas de violencia física que nos han dejado los doce días consecutivos de marchas y plantones que hemos tenido en Colombia. Escribo pensando en Marcelo Agredo, en Michel Reyes, en Cristian Moncayo, en Pol Stiven Sevillano y en Yarli Parra, todos ellos son algunos de los asesinados en estos días por arma de fuego en medio de las protestas.
Escribo recordando los gritos de la mamá de Santiago Murillo, pidiendo que la mataran a ella también. Escribo pensando en Lucas Villa, que sigue en estado crítico luego de recibir ocho tiros por parte de hombres vestidos de civil, que dispararon luego de que el alcalde de esa ciudad alentara a la ciudadanía a armarse. Escribo desde mi esquina, que es el periodismo, con la plena certeza de que no importa cuánto escriba, o denuncie, o mueva la información. A las personas las seguirán matando.
Sí, todo se desbordó por la Reforma Tributaria, que quería incrementar el valor de los servicios básicos y los alimentos, en medio de una de las crisis socioeconómicas más graves que ha tenido el mundo en los últimos años y que en Colombia se profundizó más. Sin embargo, lo que nos mueve es mucho más grande. Mucho más profundo.
Las calles se han llenado por los jóvenes, los que no tienen espacio. Los que no tienen para estudiar, pero tampoco pueden trabajar. A los que han sometido y les han hecho sentir el hambre. A los que las autoridades hostigan, perfilan, y van convirtiendo poco a poco en un nuevo integrante del conflicto.
Pero también se han llenado por los indígenas, los afro, los campesinos: aquellos a los que les quitaron sus territorios, los que han vivido la violencia de los campos, la presencia de guerrillas y paramilitares. El empobrecimiento absoluto total y la vida sometida a que su única opción de salida sea, justamente, la guerra.
Las calles se han llenado por una vieja herida: la que dejan más de 60 años de conflicto interno, que dejó a más de ocho millones de víctimas, que cuando se alcanzó un Acuerdo de Paz, este fue destruido por el Partido político que nos dirige actualmente. Es la magulladura que nos han dejado los más de 260 firmantes de la paz asesinados. Las cicatriz de 126 masacres que hemos tenido los últimos dos años. Los más de mil líderes ambientales y protectores de Derechos Humanos que han sido asesinados desde la firma de los Acuerdos de Paz.
Los 6.402 casos confirmados de ejecuciones extrajudiciales.
Son tantos los motivos para marchar, para salir a ponerle el cuerpo a las balas. Porque tal y cómo he leído en varios carteles: “Le tenemos más miedo al Estado que a la pandemia”. Lo que pedimos a ustedes, que están allá afuera, es que por favor no nos dejen solos.