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#18O Los niños y jóvenes de Sename en la Primera Línea

«No más Sename» se leía en casi todas las murallas y monumentos del centro de Santiago, rayados que aparecieron desde los primeros días del estallido social ocurrido el 18 de octubre de 2019. La razón es que entre los cientos de jóvenes y adultos que formaban la columna vertebral de la llamada «Primera Línea» también estaban ellos: los niños y adolescentes que pasaron por un hogar colaborador o Cread del Sename y los que aún vivían en la calle después de fugarse. Algunos camoteaban, otros eran “honderos”. Ellos decían que desde la Primera Línea devolvían la violencia que vivieron por años. Este es un fragmento del libro Abandonados: Vida y muerte al interior del Sename, de la periodista Carolina Rojas. 

……….

18/10/2022

Jonathan tiene quince años, las piernas largas, tez morena, nariz perfilada y los ojos grandes y tristes que hablan de una vida precoz. Traga rápido un pan con jamonada, al igual que otros cinco niños del grupo reunido en una esquina del Parque Forestal, a pocos metros de la Plaza de la Dignidad. Hay movimiento en los alrededores, el lugar parece un campo de batalla y la policía organiza sus piquetes blindados. En cualquier momento pueden comenzar una «encerrona».

Él es apenas un adolescente, pero es el mayor del clan. Los otros niños tienen mascarillas, antiparras y poleras que improvisan como capucha a la hora de los enfrentamientos. Una pequeña, que no sobrepasa los doce años, observa desconfiada a pocos metros de distancia. Un hombre les prepara jugo en polvo en una botella plástica, lo bate con fuerza, mientras una señora de pelo cano les ofrece cigarros.

—¿Un puchito chiquillos?, ¿más pancito? —insiste con voz de abuela catete y cariñosa.

Son trabajadores del comercio ambulante, quizás los únicos adultos que se preocupan por ellos.

Jonathan hablará de a poco. Viene de la comuna de Renca y vive en una familia monoparental integrada por su mamá, quien trabaja en una bodega, y su hermana que estudia en un instituto profesional. Su adolescencia ha estado marcada por una temprana expulsión del colegio y por un historial que ya registra siete detenciones (una de ellas por andar con una gran cantidad de marihuana). Por eso debe asistir a un Programa de Intervención Especializada (PIE) de veinticuatro horas del Sename y reconoce que estuvo a punto de «caer» a un Cread. Eso le preocupa.

Ese día le dijeron en el retén que si no encontraban a ningún adulto, se iría al Cread Pudahuel. La amenaza no hizo más que recordarle todo lo que le han contado de estos centros. La patrulla lo llevó a su casa, no había nadie, después pasaron donde su abuela, pero también estaba vacía. Eran las once de la noche cuando se le ocurrió que lo dejaran donde una prima mayor de edad.

«A mí me da miedo, porque mis amigos que están en el Cread me cuentan que les pegan, que de repente no tienen qué comer, los tienen a todos encerrados y hay muertes. Puras cosas así», confiesa mientras revisa el celular y sigue con el rabillo del ojo al guanaco que está cada vez más cerca. Carabineros ya comenzó a reprimir lanzando un agua amarilla, la misma que hace brotar ampollas en la piel según las denuncias de los manifestantes.

El grupo está alerta y tienen que partir. Así lo anuncian los ojos inquieto de Jonathan y él sabe lo que vendrá si los apresan. Una de las últimas veces que lo detuvieron fue porque Carabineros llegó a su colegio durante el paro de profesores. Estuvo desde las diez y media en la comisaría, dice que le pegaron varios lumazos y patadas.

—¿Y cómo no los iba a apoyar si ellos son los que me enseñan? —pregunta y aparece un primer destello de inocencia.

Cuenta que, a veces, en la Primera Línea, devuelve un poco de esa rabia que a veces ha sentido. Enumera su rutina de los tres meses desde el estallido social: se levanta, toma desayuno con su mamá y ayuda a cuidar a un primo pequeño que estos días se queda con ellos. Su «amita» le pide que se cuide. Se wasapea con los chiquillos a quienes ahora ya siente como su familia.

«Ya cabros, ¿hoy día en la Plaza de la Dignidad?», confirma siempre antes de salir tipo cuatro de la tarde. La foto de perfil de su WhatsApp muestra un grupo de jóvenes y adultos sentados con máscaras de la serie La casa de papel y de cosplay de Amasawa; otros llevan máscaras de payasos y miran desafiantes la cámara.

Jonathan llega hasta la Plaza de la Dignidad en micro, se demora una hora. Una vez allí, prepara la polera que usará como capucha para «pelear con los pacos». Algunos días de la semana, cuando se queda sin locomoción, se devuelve a su casa a pie. Reconoce que al principio lo hacía por diversión, pero en medio de las conversaciones con otros jóvenes, se empezó a interesar más por ver las noticias y entender un poco sobre la desigualdad que todos hablan. Ahora entiende que todo lo que siempre ha vivido, en su familia y en el liceo técnico industrial, es justamente eso: desigualdad.

Confiesa que le ha tocado ver personas heridas con perdigones en los ojos, mujeres y hombres a los que Carabineros ha pateado en grupo. También ha sido testigo de cómo se llevan detenidas a personas que no tienen nada que ver con los enfrentamientos, solo para llenar los carros policiales.

Por eso, explica, la Primera Línea tiene una estructura: en las filas están primero «los cabros del escudo», después los que camotean, siguen los honderos, atrás los que acarrean piedras y en la última fila los que llevan agua (hidratadores). A él le toca camotear.

—En la Primera Línea todos los más chicos son del Sename o se escaparon de esos lugares. Aunque igual no les hablo mucho del tema, porque quizás les incomoda hablar de eso y al final la única cosa que tenemos todos en común es que estamos guerreando por lo mismo —dice mientras se acomoda los tirantes de la mochila.

En ese momento aparece un piquete de Carabineros que avanza rápido por el Parque Forestal. Hay que correr en dirección al poniente, silban los balines en el aire y retumba el ruido metálico de los camotazos estrellándose contra los carros policiales. Huye también despavorida una pareja de turistas, mujeres con coches y adolescentes que pololeaban echados en el pasto.

Jonathan jadea después del trote. Se repone rápido, está acostumbrado. Reconoce que hay riesgos, una vez quedó atrapado entre dos piquetes de carabineros. Zafó. Corrió a toda velocidad hacia el GAM, sin mirar atrás. Un pequeño descuido se paga caro.

Una de las cosas más difíciles que le tocó ver fue la muerte del «primera línea» Mauricio Fredes, quien cayó a una fosa de la calle Ramón Corvalán y murió producto de la asfixia por inmersión.

—Esa noche yo iba corriendo cerca de él, lo vi caer a la fosa, quedé en shock, no me dio la mente para ayudarlo, quedé mal, me quedé parado. Ahora siempre paso a verlo y me persigno para que me proteja antes de ir a pelear con los chiquillos —cuenta convencido.

Se persigna.

Le avisan por WhatsApp que se llevaron detenida a una joven que estaba cerca del grupo, también de la Primera Línea. El rostro cambia, hay preocupación. En medio de la caminata cuenta cómo el Sename parece el destino obligado de él y sus amigos.

—¿Qué le dirías a la gente del gobierno si pudiera escucharte?

—Piñera «perkin», y el gobierno un asco. Y que el Sename deje a los niños en paz. Pucha, si no tienen familia que los dejen con parientes, pero que no estén encerrados— pide.

Un hombre pasa en bicicleta y les avisa que la evacuación no debe hacerse por Bellavista ni por Portugal. A mano derecha aparece una decena de carros policiales. Observa rápido y se despide.

—Ya, estoy nervioso, me tengo que ir donde los cabros —dice mientras avanza con zancadas apuradas.

***

Jason -así prefiere que lo llamen- tiene 16 años, visos rubios cobrizos, no sobrepasa el metro sesenta. Él, junto a tres amigos, son los únicos que se mantienen unidos tras vivir en la histórica caleta Los Héroes, en la esquina de la Alameda con Manuel Rodríguez. Luego se fueron a la pasarela del metro Santa Ana, donde llegaron a ser más de quince niños, son una familia que crece, se fragmenta o disminuye, dependiendo de los que van llegando después de fugarse desde algún centro del Sename y los que se van después de una pelea del grupo.

Jason recuerda un poco de ese tiempo, también vivió donde una tía, volvió a la calle y ahora —al menos por mientras dura el estallido social— consiguió un lugar donde quedarse a dormir del cual prefiere no entregar mayores detalles.

—Cuando vivíamos en los rucos de Manuel Rodríguez llegaban los pacos de la Tercera Comisaría con Seguridad Municipal de Santiago, nos quitaban las carpas, nos pegaban palos, sabiendo que éramos menores de edad. Nos esposaban, nos pegaban de nuevo. Nos discriminaban por ser de la calle, abuso de poder. Nos decían que eran controles de identidad, se ponían a decirnos garabatos y llegábamos y les dábamos jugo, les gritábamos «pacos culiaos», ellos sacaban las lumas y nos tirábamos a pegarles, hasta que nos llevaban a la comisaría —recuerda.

Siente que ahora, en medio de la represión en las marchas, el tiempo les dio la razón.

Jason revela que cuando empezó a ver los rayados con mensajes contra el Sename en la calle, también se removió algo en él. Era como si se hubieran dado cuenta de lo que ellos habían pasado en los Cread y hogares, de todo lo que se habían guardado. Por eso va a casi todas las manifestaciones y también siente que encontró un lugar de representación en la Primera Línea. Nadie lo obliga, lo suyo es algo espontáneo.  A veces los acompañan dos amigos, también exCread, una vez encapuchados se suman a los disturbios a punta de peñascazos.

—Y yo no me encapucho por esconderme, lo hago por lo gases, yo les doy cara a estos «chuchetumares»— advierte.

En la estatua al general Manuel Baquedano hay una pancarta pegada que se mece insistente con el viento y reza: «En residencias del Sename torturan y asesinan a los niños pobres».

A pocos metros, en las murallas y escalinatas de la Plaza Italia —ahora Plaza de La Dignidad para los manifestantes— también se pueden encontrar rayados similares: «Por los niños del Sename» y «No más Sename».

—Cuando empecé a leer que decía «No más Sename» en las paredes me dio como una alegría porque había más gente que pensaba y sentía lo mismo que yo, entonces fue una forma de liberarme de esa rabia que tenía dentro. Era bacán el apañe de la gente y que se dieran cuenta de lo que está pasando hoy en día en ese lugar— dice y manda un audio por Instagram a uno de sus amigos.

Recuerda los días antes del estallido social: el cansancio, partir de cero, que su situación no alertara a nadie. Invisible. Hoy sus excompañeros de ruco pululan entre el río Mapocho, Quinta Normal, Puente Alto, Recoleta, y algunos tuvieron la buena suerte de irse a un albergue en la comuna de La Reina.

Aún conservan un video que registraron hace un año, mientras desayunaban con los voluntarios de una fundación en el bandejón de la Alameda. Los carabineros llegaron a caballo, golpearon a uno de los mayores de edad y se lo llevaron detenido mientras lo arrastraban por el suelo. Quedaron grabados los empujones, el grito desesperado de una de las adolescentes y la impotencia del grupo.

Comenta que con los «cabros de la calle» en las barricadas y en la Primera Línea se pueden desquitar un poco de todo eso, siente que están todos unidos, que pueden hablar de las mismas cosas, que los entienden.

—Creo que uno termina en la Primera Línea o en las barricadas porque es una forma de desahogarse de todo el odio que tú tienes contra el sistema, en sí uno es resentido por todo lo que has vivido. Al ver la violencia de los carabineros, vai y tirái el camote para desahogarte— confiesa con una mueca complaciente.

***

Dos días después del primer encuentro en el Parque Forestal, Andrés (su chapa), de 36 años, llega hasta el mismo lugar. Tiene el pelo ondulado, viste polera y jeans. No es alto, habla rápido y destila cierta intensidad cada vez que cuenta algunas de sus vivencias desde el estallido social. Él dirige uno de los grupos de escudos en la Primera Línea. Es padre de un niño pequeño por lo que asiste solo los días de manifestaciones más grandes, jornadas donde se tiene que ganar territorio desde la Plaza la Dignidad. Explica que ellos están en «combate» contra Carabineros, lucha que se agudizó aún más tras el «Copamiento preventivo» ordenado por el intendente Felipe Guevara. Confirma que desde el 18 de octubre fueron llegando cada vez más adolescentes y niños, también se dieron cuenta que muchos de ellos ya vivían en la calle desde antes, estaban fugados o habían abandonado algún programa del Sename.

—Empezaron a aparecer el segundo día del estallido social, hay niños de diez, once y doce años que se meten a pelear en la Primera Línea, tratamos de rescatarlos porque tengo un hijo de siete, me da lata ver que están al lado de nosotros arriesgando la vida, aún lo sienten como un juego contra los pacos, pero pueden perder los ojos, pueden morir y eso es lo que tratamos de cuidar. Gritarles que se pongan más atrás, mientras los escudos estamos más adelante. Pero no es mucho lo que podemos hacer, ellos ya sienten que son libres, se acostumbraron a vivir de esa forma —dice y se le quiebra un poco la voz.

Cerca de las tres de la tarde llegan mujeres con carros de la feria, el calor las abruma, una señora rubia de baja estatura se abanica con la mano. Andrés las saluda de beso, las llama «las mamitas capucha». Ellas son tres mujeres que, como otras personas, colaboran con la alimentación de la Primera Línea. Reparten el almuerzo entre los niños que pasaron por el Sename, los que llegan de poblaciones y otros jóvenes sin hogar.

En una botella plástica de cinco litros hacen dos jugos Zuko, reparten un poco a todos, antes de continuar en dirección a la animita de Mauricio Fredes. El menú del día es tallarines con salsa y vienesas.

Juan (19) también forma parte de la Primera Línea. Su grupo está apostado junto a la animita. Tiene el pelo claro, ojos pardos y caídos, zapatillas rojas de marca y una polera blanca enrollada al cuello.

—¡Ya era, ya era! —dice chasqueando los dedos, agobiado, mientras entrega el cigarro de marihuana a su compañero. Apura el «paragua» con una calada profunda para calmar la rabia.

Hace un par de horas se enteró de que «los pacos» se llevaron sus carpas, ropa y ocho pares de zapatillas que consideraba su mayor tesoro. Agita los brazos contándole a un grupo de cinco jóvenes lo que pasó. Sumando y sumando, el botín de las zapatillas da un aproximado de trescientos mil pesos.

—Ya yo soy puro corazón, igual no mah’ voy a estar en la calle, pese a lo que me hicieron, los pacos andaban buscando a unos asaltantes y cargaron con nosotros —explica, ofuscado, con la mirada clavada en un punto perdido de la Alameda.

Parecen los guardianes de la animita. Hay flores mustias, máscaras de soldar, banderines de Chile y Canadá, municiones que han juntado: casquillos de perdigones y los restos de las lacrimógenas. Arriba de una bandera roja dice ACAB (la sigla que comúnmente se ve en los rayados de la calle. Su significado: All Cops Are Bastards. O en español: «Todos los policías son bastardos»). Allí también pusieron un cartel que improvisaron con cartón que dice: «Ayúdanos como nosotros te ayudamos, los pacos nos quitaron carpas, comida y ropa. Por favor. Cualquier cooperación sirve. Gracias».

—Vamos a juntar todo de nuevo —lo calma Andrés para bajar un poco los ánimos que, con la mala noticia, parecen caldeados. Una de «las mamitas capucha» los saluda de beso y les pasa la mano por la cara. Algo se enternece en Juan y se dan un fuerte abrazo que lo calma por minutos.

También, de a poco, contará sus razones para estar ahí. Y más tarde dirá que una de sus canciones favoritas es Niño soldado del grupo español Ska-P.

—Yo estuve en el Cread Pudahuel cuando se llamaba Centro de Orientación y Diagnóstico (COD) —recuerda.

Por entonces, los centros también acumulaban denuncias por el estado de la infraestructura y por las fugas. Explica que desde esa fecha es «autónomo», que no se lleva mal con sus familiares que viven en la población La Legua, pero se acostumbró a la calle, a robar, a la vida fácil de los lanzazos y a la buena ropa. Insiste que está rehabilitado de todo eso.

—Un pito y una chela cada tanto no más —aclara mientras bebe el sorbo de una cerveza.

Aún no se rehabilita por completo de la cocaína, pero confiesa que está cada vez más limpio. Estuvo de los ocho hasta los doce años en el centro del Sename y se fugó —como todos— cansado de los abusos.

A ratos alardea de cuando «se hizo independiente» con una vida de lujo a punta de asaltos, que incluyó viajes y estadías en hoteles. Cuenta que está desde 19 de octubre en la Primera Línea y que el toque de queda lo sorprendió —como casi todo en la vida— desprotegido y viviendo en la calle.

—Me agarraron los pacos el 18, me llevaron a la Primera (comisaría), me sacaron la conchetuma… —corta la frase y la termina moviendo las cejas. A ratos, su voz rasposa se vuelve casi inaudible.

—¡Vamo’al Fore! —lo apura un joven que ya está encapuchado. Se para y se despide rápido.

En el centro del Parque Forestal, se avista otro grupo de adolescentes y jóvenes, almuerzan todos juntos. Algunos llevan antiparras, pañuelos y mascarillas que solo se sacan para dar bocados voraces a los tallarines. Se reparten lo justo, si sobra, se guarda.

—Ya tía, guarde no más esto, pa’ los niños, pa’ más rato —ordena uno de melena lisa y dientes grandes.

La ley es repartir para todos igual. Que nadie acapare.

En medio del grupo está Byron (25), su apellido es mapuche. Viene de una comunidad indígena en resistencia. Moreno de baja estatura, gestos cansinos, habla pausado para contar su historia. Vive hace tres años en Santiago. Dice que llegó arrancando un poco de la represión en la zona. Estuvo preso de los catorce a los dieciocho años en el Centro de Internación Provisoria y de Régimen Cerrado, CIP-CRC de Cholchol, en Cautín, región de la Araucanía, del Sename.

Dice que cuando vio las banderas mapuches flameando en las marchas sintió algo parecido al orgullo, quizá al fin la gente ahora entendía cómo los reprimen a ellos en las comunidades.

Hoy tiene una pareja y una hija que lo han hecho feliz; de su adolescencia, en cambio, solo guarda recuerdos casi inde­cibles.

—Me torturaron los pacos cuando tenía trece años, me pusieron corriente en los genitales, para que dijera si había armamento en mi comunidad —confiesa ahora, ya lejos del grupo.

Lo que siguió en el encierro fueron cuatro años de intentos de tocaciones y tocaciones —finalmente— de los niños más grandes y desnudamientos mientras los hacían formar a la intemperie.

—Una vez en el Sename a mi compañero le tiraron agua caliente, nos salvábamos adentro porque hacíamos grupos con los otros peñi. Ojalá algún día se haga justicia con los niños que han muerto en el Sename en manos de la misma gente, gendarmes o los llamados tíos —dice convencido.

En la Primera Línea, Byron tira piedras con una boleadora mapuche (witruwe). Confiesa que se corren riesgos, como cuando vio a varios compañeros con perdigones en las mejillas. Él se pone lo más adelante que puede. Delante de un piquete de carabineros enfrenta todos sus demonios.

—Ahora se ve quienes son los verdaderos terroristas, ahora la gente está cachando cómo se reprime allá en el sur, cuando llegan los tira o los carabineros les pegan a abuelas, lacrimógenas, lumas en la cabeza, es peligroso estar adelante, pero igual no mah’ —explica.

De lejos se avista el carro lanzaguas, comienzan los chiflidos y un eco de gritos que parece una barra brava. Es la señal: la batalla va a empezar.

—Me da pena, porque ya han sufrido harto, pero también están peleando por lo justo. Ojalá no haya más Sename —reflexiona y avanza hacia el grupo.

Fotografías Felipe Báez Benítez.
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Escrito por

Periodista feminista. Autora de “Abandonados: Vida y muerte al interior del Sename”

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