Desde pequeña me he preguntado quiénes son ellos. Recuerdo vívidamente las visitas al Cementerio General, deteniéndome ante una lista interminable de nombres que susurraban historias de sufrimiento. Mi primer encuentro con el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos también quedó grabado en mi mente. “¿Qué les pasó a ellos?”, me pregunté. Años más tarde, regresé al museo con nuevas preguntas y nuevos entendimientos. “¿Cómo se permitió todo esto?”, le pregunté a mi profesor de ese entonces. Han pasado 50 años y aún no conocemos el paradero de ellos.
Lamento que después de tanto tiempo, siga haciéndome las mismas preguntas. En un mundo como el actual, donde tenemos acceso a innumerables testimonios, resulta sorprendente que todavía haya quienes se atrevan a cuestionar a las víctimas, poniendo en duda sus memorias y respaldando así los horrores cometidos en la dictadura.
Es imposible evitar estremecerse al recordar los casos terribles de violencia sexual ejercidos en aquellos oscuros años. La brutalidad de someter a corrientes eléctricas y desnudamientos forzados sobre partes íntimas revela un nivel de sadismo inimaginable. Pero incluso más allá, donde las narraciones se tornan grotescas y desgarradoras al hablar de atrocidades como perros siendo utilizados para violar a mujeres.
Estos relatos inimaginables, y difíciles de escuchar, deben ser enfrentados con valentía y honestidad. No podemos permitir que estas historias se olviden, ya que su reconocimiento es un paso vital hacia la justicia y la reparación en materia de derechos humanos, género y políticas de memoria.
En un hito histórico que resuena con la búsqueda de justicia y verdad, la Cámara de Diputados y Diputadas de Chile ha dado un paso decisivo al aprobar un proyecto de resolución que condena la violencia sexual perpetrada por agentes de la dictadura militar contra mujeres. Este paso, aunque significativo, ha expuesto una realidad insólita: el cuestionamiento de la veracidad de esta violencia, lo cual no solo constituye una falta de respeto a las víctimas, sino que también instala un obstáculo para la reparación de la memoria histórica y social. Aquello que debería ser un hecho incuestionable, respaldado por testimonios dolorosos y pruebas judiciales, se ha convertido en un debate inverosímil. Esta falta de reconocimiento y validación perpetúa el trauma y el sufrimiento de las víctimas, despojándolas de la dignidad que merecen. Ignorar las atrocidades cometidas es negar la humanidad de quienes padecieron estos horrores y socava los esfuerzos por dar voz a sus experiencias.
Mientras la aprobación del proyecto de resolución se perfila como un avance esperanzador, es impactante y preocupante enfrentarse a los 15 votos en contra y las 35 abstenciones. Estos números revelan una desconexión fundamental con la realidad y la urgencia de abordar la verdad histórica. La falta de apoyo a la condena de la violencia sexual perpetúa el ciclo de invisibilidad y negación, lo que obstaculiza cualquier intento de sanación colectiva y reconstrucción del tejido social. Para poder comprender plenamente el alcance de la violencia sexual en la dictadura, necesitamos más que nunca la claridad de una educación basada en la verdad, que permita a las generaciones presentes y futuras comprender y respetar el pasado, para así forjar un futuro más justo y empático.
La voz de la diputada Naveillán, que tilda estas denuncias como “leyendas urbanas” y duda de su autenticidad, se convierte en una ventana a la obstinada negación que enfrentamos. Resulta asombroso que esta negación persista en el rostro de la abrumadora evidencia y los fallos judiciales que han condenado estos crímenes. Su posición, aunque desconcertante, es un recordatorio de la importancia de cuestionar nuestras propias perspectivas y de someternos a la realidad de lo ocurrido.
El acto político de la negación de la violencia político sexual que contra-factualmente instalan Naveillán y sus aliados, es un acto de ficcionalización de la historia, remitir los registros de los horrores de la dictadura al campo de los improbable, devolviéndonos a los años en que familiares de detenidos desaparecidos, de presos y presas políticas, eran maltratados y revictimizados una y otra vez con la negativa de la existencia de tales categorías del sistema represivo de la dictadura. El negacionismo lo que hace es, banalizar y aminorar la brutalidad de un sistema de exterminio y volver a violentar a quienes fueron objeto de violencia política y sexual bajo dictadura.
Es crucial que implementemos formas de transmitir y educar en torno a las memorias de los horrores de la dictadura en nuestra educación, para que nuevas generaciones de mujeres encuentren respuestas a tales preguntas y se comprometan con la defensa de sus derechos y un sistema democrático que nunca más ejerza ese tipo de violencias. Es importante construir desde una perspectiva de género, nuevas garantías de no repetición de este tipo específico de violaciones a los derechos humanos de mujeres, hombres y diversidades sexo-genéricas, bajo la figura de la violencia político-sexual.
Al cuestionar el pasado y revivirlo en el presente, estamos estableciendo un compromiso inquebrantable de que nunca más en Chile se someterán tales vejaciones, especialmente aquellas infligidas a las mujeres que desafiaron al régimen. En una era en la que ser mujer y opositora al régimen implicaba castigos de la forma más horrible posible, recordar estos hechos se convierte en un acto de resistencia contra el silencio y la negación.
Nuestra deuda con el pasado es el respeto hacia las víctimas, especialmente aquellas que sufrieron una doble opresión por ser mujeres y opositoras; nuestra deuda con el futuro es garantizar que tales atrocidades nunca vuelvan a suceder, para que las futuras generaciones de mujeres puedan vivir sin el miedo de sufrir violencia por su género o sus ideales. En última instancia, nuestro camino hacia la justicia exige que cuestionemos, recordemos y honremos a aquellas que sufrieron inimaginables horrores, para que su legado ilumine un futuro más igualitario y humano.