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Las periodistas latinoamericanas decimos ¡No más #ACOSOSEXUALENELPERIODISMO!

Las situaciones de hostigamiento sexual en medios son algo endémico pese a que cada día aumenta la cantidad de mujeres que estudian la carrera. El periodismo es una profesión que en sus inicios se reservó casi en exclusivo para varones  y hoy el acoso, en la mayoría de los medios de comunicación, se mantiene en el más absoluto silencio y normalización como consecuencia de ese machismo. Por nosotras y las generaciones que vienen, ya no es hora de callar.

Desde nuestra propia experiencia y escuchando a colegas de todas las edades, entendemos que las mujeres periodistas somos y podemos ser víctimas de conducta sexistas y depredadoras. Estas no solo ocurren en el reporteo, sino también en las redacciones. De la misma forma, los agresores han sido pares, editores, jefes y hasta fuentes. En muchas ocasiones fueron referentes que admirábamos.

El acoso sexual es una forma de violencia machista en Latinoamérica y particularmente en el gremio periodístico, es una práctica normalizada e invisible. Quizá por la manida frase “El periodista no es la noticia”, las periodistas hemos pagado con nuestro silencio. El ejercicio del periodismo en sí mismo ya es un riesgo, pero la mayoría del tiempo estamos inseguras en nuestros lugares de trabajos y cubículos.

La Federación Internacional de Periodistas (FIP) ya lo ha advertido: la mitad de las mujeres periodistas ha sufrido acoso sexual, abuso psicológico, trolling en línea y otras formas de violencia de género mientras trabajan. En el 85% de los casos, las empresas periodísticas no han tomado acciones adecuadas porque ni siquiera tienen una política para contrarrestar tales abusos. El 48% vivió violencia de género en su trabajo y un 44% abuso en línea. Entre las formas más comunes de violencia de género relatados por las mujeres periodistas está el abuso verbal (63%), el abuso psicológico (41%), el acoso sexual (37%).

Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT) el acoso sexual en el espacio de trabajo es perjudicial para las condiciones de trabajo, el empleo y las oportunidades de carrera de quienes lo sufren. Las consecuencias del acoso sexual pueden ser demoledoras para la víctima. Además de los dañinos efectos psíquicos y físicos (estrés emocional, ansiedad, depresión, ira, impotencia, fatiga y enfermedad física), la víctima corre el riesgo de perder su trabajo o experiencias relacionadas con él, tales como su formación profesional, o llegar a sentir que la única solución posible es renunciar a todo ello. El acoso sexual lleva a la frustración, pérdida de autoestima, ausentismo y una merma de la productividad.

A veces al hostigamiento se responde, otras se rehúye y hay ocasiones en que se sostienen sonrisas incómodas después de bromas de calibre sexual, masajes, invitaciones salir, degradaciones y anulación por no aceptar salidas, abusos, y acoso sexual sistemático. Las periodistas resistimos por no quedar sin trabajo, por no quedar “marcadas” dentro del rubro, porque muchas veces no hay alternativa.

Y ya no podemos solo seguir resistiendo.

Queremos hacer un llamado a trabajar en concordancia con los discursos que se emiten desde las redacciones, que las buenas intenciones no se remitan a campañas solo para el 8M o una sección de “género”. Necesitamos que los directores y editores se esfuercen por sensibilizar los espacios de trabajo y tomen acciones acerca del acoso que vivimos las mujeres en los medios. Las situaciones de hostigamiento sexual se normalizaron pese a que cada día aumenta el número de mujeres que estudian la carrera. Todas ellas son otra razón para levantar esta campaña: ¡No más acoso sexual en el periodismo! Las periodistas investigamos, producimos información, escribimos crónicas sobre derechos humanos. Por eso, el acoso y otras manifestaciones de violencia machista contra nosotras, son también atentados a la libertad de expresión. Exigimos nuestro derecho a trabajar libres de violencia género.

“Llegué como practicante a un noticiero muy conocido en Chile y lo primero que hizo uno de los periodistas fue ponerme el apodo de una nudista, porque dijo que así se imaginaba que debía verme sin ropa. Yo me paseaba por la redacción-cuerpo enjuto, casi infantil-atenta a todos los detalles con mi libreta de notas en las manos, ajena a todo lo que vendría después. Uno de los editores montajistas de los reportajes también sabía de este apodo y este hombre a su vez tenía una broma muy normalizada, de hecho se jactaba que lo había hecho con varias generaciones de periodistas, algunas de ellas hasta “rostros” de televisión que admirábamos. Cada vez que le dabas gracias por su trabajo, te decía “Nada de gracias, bájate los calzones”. En otros lugares de trabajo viví y fui testigo de situaciones similares y con el tiempo entendí que cada colega que se emparejaba con algún editor, lo hacía como una manera de resistir a esa violencia (pero sin duda había asimetría de poder). También estaba la segunda opción: masculinizarte, “ser una de ellos” y contestar las bromas de tenor sexual, tocaciones y así también esquivar las invitaciones a salir o de lleno acosos más sistemáticos. Muchas veces me pregunté, como tantas, como ustedes “¿Seré yo?””.

Carolina Rojas, directora de La Otra diaria

“Desde que empecé a ejercer el periodismo, lo hice en medios transfeministas y autogestivos por convicción política. Sin embargo, en 2019 me tocó trabajar en un medio hegemónico y masivo, una experiencia que decidí aprovechar para entender sus metodologías de trabajo y, por qué no, incorporarlas a nuestros medios si eran útiles.
Mi experiencia fue triste y confirmó mucho de lo que suponía: tuve un editor que reconocía como el hombre que había puesto un famoso titular pedófilo en una revista comercial. Yo había oído de ese titular, como todo lo que no hay que hacer, pero como realmente me interesaba su sección, decidí enfrentarlo.
Resultó ser infernal, no solo avalaba chistes sexistas en la reunión de sumario, sino que desaprobaba sistemáticamente todas las ideas que planteaba (yo era la única mujer de esa sección) y festejaba las ideas más insulsas de mis compañeros. En medio de una crisis internacional en un país que yo venía siguiendo, ignoró cuatro notas que escribí en el día y él mismo hizo la nota de tapa con copy-paste. No sólo era un machirulo, sino también un pésimo periodista.
Tenía razón Ryszard Kapuscinski cuando dijo que para ser buen periodista hay que ser buena persona. Desde entonces estoy convencida de que los medios transfeministas son la trinchera desde la que elegimos comunicar.

Nicole Martin, coordinadora editorial de Revista Colibrí

“Cuando haces periodismo, te impones no expresar tus experiencias y emociones. A veces parece una buena idea cuando deseas olvidar aquello que te mortifica, pero al mismo tiempo, el silencio y la invisibilización hacen que la situación se acreciente. Durante mis estudios universitarios viví -lamentablemente-, muchas instancias de acoso. Y al egresar, tenía la esperanza casi naif de que no se iba a repetir en mi vida laboral. No fue así. Mientras trabajaba en una redacción un grupo de compañeros nos fotografiaban cuando las mujeres comíamos hot dogs, o cualquier alimento para luego subirlas a un grupo de WhatsApp que tenían entre ellos con bromas alusivas al sexo oral. Para ellos era una “humorada”, para nosotras una vejación. En otra oportunidad, un compañero se enfureció conmigo, porque no deseaba conversar con él y su hostigamiento colmó mi paciencia. El resultado: me tomó el brazo tan fuerte que mi muñeca quedó con un hematoma. No podía decir nada y otro colega   me recomendó silenciar esta situación porque sería tildada de “problemática y exagerada” y creo que tenía razón. Hoy ya no es hora de seguir callando.

Josefa Barraza, periodista de La Otra diaria

“Cada mañana, antes de entrar a la redacción, no pensaba en qué temas iba a ofrecer en la reunión de pauta, sino en qué blusas me iba a poner para tapar mi cuerpo. Con 23 años, recién salida de la universidad, en mi primer día de práctica, encontré a un asechador en lugar de un editor. Me miraba cada vez que me veía pasar por fuera de su cubículo, luego comenzó a tomarme fotos, después empezó a hablarme por WhatsApp fuera del horario de oficina y me decía “¡Ay! Perdón, me equivoqué de chat”.Con el tiempo se alejó al ver que yo no respondía a sus insinuaciones, de ahí vino una suerte de “Ley del hielo”. Como siempre suele suceder, yo me fui de ese trabajo y él siguió ahí, a la espera de una nueva presa. Con el tiempo me enteré de que, en efecto, hubo otras víctimas y, si bien todo el mundo conocía su comportamiento, jamás alguien le dijo algo. Era amigo del editor general, tenía un pase de libertad para destruir mujeres profesionales”.

(A.E.V)

En poco tiempo ajusto mi primera década ejerciendo el oficio del periodismo. Es una temporada insuficiente para hablar de este como la disciplina de mi vida, pero ha sido vasta en los aprendizajes que me ha otorgado, incluso sobre mi rol como mujer en esta andanza. Las salas de redacción hace diez años tenían campos excepcionales y estrechos para las mujeres: relaciones públicas y venta de pauta —ojalá de tacones y con mucho cosmético—; la sección de cultura —que pueda hacer la cartelera de cine— y cargos administrativos de bajo rango —una señora que todxs tratan bien porque paga la nómina—. Y al escaso porcentaje de mujeres en un medio se le incluía lo menos posible en discusiones de grueso calibre —guerra, economía, política—, tampoco en las de suave calibre —deportes y hasta clasificados—.
Lo cierto es que entre más mujeres han entrado a medios de comunicación más se nota el avance en la agenda periodística: análisis de datos, información con enfoque de género, activismo en derechos humanos, enfoques en construcción de paz y hasta investigaciones forenses en cobertura de movilización social. Pero no es lo único, el empoderamiento femenino dentro del ecosistema periodístico también ha dejado ver un sinnúmero de violencias que empiezan por desestimar nuestro pensamiento y terminan en casos de acoso laboral y hasta abuso sexual. No me salvé de lo primero y, por ventura, sí de lo segundo.
Trabajé en un medio “joven y alternativo” en el que los hombres decían “llegó carne fresca” refiriéndose a las pasantes mujeres, a quienes ellos osaban perseguir como cazadores furtivos, sobre todo los que estaban en puestos directivos. Cuando oí su expresión, por eso la traigo a cuento, recordé que como pasante de un diario nacional, uno de los más tradicionales, recibí la humillación del editor hacia el final de mi proceso cuando descubrió que mi reticencia a acostarme con él era definitiva. Ya no mojan mi mal genio sus babas salpicando mi teclado mientras me hablaba borracho y oprimía todas las teclas buscando estropear el trabajo. Ese es mi recuerdo inaugural sobre ser mujer en esta profesión: sería tratada en adelante, intelectual y personalmente, según lo que estuviera dispuesta a ceder.
Crecí viendo reproducir desde el cine y la televisión el estereotipo de la periodista cuyo cuerpo y relativa belleza son señuelos para obtener información de la fuente. Crecí en Colombia con la imagen de Virginia Vallejo, la periodista del telediario más visto en ese entonces, el noticiero 24 Horas, pero que quedó registrada en la historia como una de las parejas del narcotraficante Pablo Escobar. Y también me formé con el caso de Jineth Bedoya, quien salió a cubrir la guerra y regresó con esta en el cuerpo tras ser violada. Hay una cantidad de ejemplos que demuestran que el trato nunca propende a estimar nuestro aporte sino que disminuye nuestra capacidad humana con agresiones psicológicas y físicas. Hoy hago parte de un medio en el que la mayoría somos mujeres. Esto era algo improbable hace diez años, pero con pulso hemos demostrado cómo se puede ser la excepción a la regla.

Manuela Saldarriaga, periodista de Cerosetenta

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Escrito por

Periodista feminista. Autora de “Abandonados: Vida y muerte al interior del Sename”

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