Como era de esperarse las tristes noticias de los femicidios comenzaron en las fiestas de fin de años: el 25 de diciembre en la comuna de Renca, un hombre asesinó a Elisoida Nova (30), el femicida fue su ex pareja, con quien había terminado la relación hace seis años, también asesinó a dos hombres que estaban presentes y se llevó a los niños. Solo por horas, quizás, esa familia además se salvó de la violencia vicaria.
El 27 de diciembre Angélica Ramírez (46) murió producto de las quemaduras que le provocó su ex pareja el 30 de octubre. Ella quedó en estado grave, agonizó casi dos meses y su hija también sufrió lesiones durante el ataque.
En lo que va del año 2022, según datos de La Red Chilena Contra la Violencia Hacia la Mujer, ya van dos femicidios. Uno ocurrido en Papudo la tarde del 1 de enero, donde Claudia Ortiz (55) fue apuñalada. Además su cuerpo tenía signos de agresión sexual. El 9 de enero, en Paine, Claudia Casas-Cordero fue asesinada por su marido con un arma blanca.
Estos casos dejan evidencia cómo el hogar ya no es un lugar seguro paras las mujeres. ¿Qué refugio nos queda? ¿Qué lugar está libre de violencia? Leer las noticias y siempre cerciorarse de cómo otra vez un hombre toma un arma blanca, un arma de fuego, o los golpes y decide terminar con la vida de ex parejas, esposas y convivientes. Un hijo sano del heterocispatriarcado que es un femicida, porque además de quererlo hay un sistema que se lo permite.
Y la misma prensa continúa dando todas las facilidades. “Se volvió ‘loco’” o “No eran pareja”, como se afirmó en el caso ocurrido en Papudo, con evidente falta de comprensión de la “Ley Gabriela”. Cristian Ortiz, el asesino que hay que nombrar, había realizado algunos trabajos en la casa de una mujer conocida por sus vecinos, su barrio, para ella, era un lugar seguro. No estaba segura ni en su propia casa. Otra vez el agresor, el violador, el femicida atacó aprovechándose del acceso y la cercanía que tenía con la víctima.
El segundo culpable es la justicia machista e indolente, que le asegura impunidad a los agresores y asesinos, empezando por las policías que no trabajan para prevenir, sino que trabajan después del asesinato o del crimen de odio hacia las mujeres, adolescentes y niñas. Escribo estas líneas como sobreviviente de una agresión sexual, como muchas mujeres en este país. También escribo porque hace poco una de las mujeres de mi familia fue tocada por la garra de la violencia machista.
Quienes deberían resguardar tu seguridad, te dicen “Nosotros actuamos después del ataque”, una frase que escuché en mi caso y en el de otras mujeres ¿Estaremos a salvo? ¿Alguien puede asegurarlo? Quiero insistir en ello.
Como mujer lesbiana y visible corro muchos riegos. Si un día a un tipo le da la gana, puedo pasar a engrosar la lista de femicidios y crímenes de odio. Como activista he sido testigo del dolor de madres, amigas que buscan mujeres desaparecidas, que escuchan las llamadas que ninguna madre quiere oír. Hijas encontradas en sitios eriazos, envueltas en bolsas, violadas, despojadas de todo, como un desecho. Como un mueble viejo e inservible.
También me ha tocado ver de cerca el abandono de esas mujeres, del Ministerio Público, al mismo tiempo que un carabinero pregunta sobre la vida de la víctima con ese asomo de sospecha siempre sobre ellas. De esa justicia que llega tarde. De esa que a veces no llega.
Entonces, tal como todas gritamos en la performance de Lastesis “¡Son los pacos, los jueces…!”. Ya no sirve una policía que actúe de manera reactiva, la misma que no reaaciona frente a las cautelares o desestima las denuncias de mujeres, como si la violencia doméstica fuera algo normal dentro del matrimonio o las parejas, un asunto de la “vida privada”.
Podríamos seguir hablando de esa policía sin un mínimo grado de voluntad, humanidad, educación sexual inclusiva e integral y sin perspectiva de género.
En esa cadena –insisto- siguen los jueces, quienes desestiman leyes con enfoque de género para dejar libres a hombres que siguen agrediendo y asesinando mujeres. No dicen que denunciemos, que pongamos órdenes de alejamiento, que cambiemos de trabajo y rutinas, mientras el agresor vive libre.
El tercer culpable es el Estado que debe garantizar una vida libre de violencia a las mujeres. El proyecto ya ha tardado más de cinco largos años en tramitarse en el Congreso, mientras nos siguen violando, agrediendo y matando a gusto. Y si hablamos de comunas abandonadas, esa ausencia del Estado también se percibe en las acusaciones de los trabajadores y trabajadoras de los centros de la mujer que vienen alertando hace meses la falta de profesionales para enfrentar la cantidad de denuncias que reciben y que aumentaron durante la pandemia. Denuncian también que las derivaciones del número 1455 se han disparado al doble y que ese teléfono solo permite traspasar las llamadas a otras instituciones.
En los últimos cinco años, según los registros de la Red Contra la Violencia Hacia las Mujeres, ya van 444 mujeres que nadie puso salvar. No salvaron a Elisoida, a Angélica, ni a Claudia. Y solo pienso en cuántas más vendrán.
Seguimos sin ver una educación no sexista que enseñe a las personas desde temprana edad la prevención precoz de violencia dentro de las familias de los niños, las niñas y niñes. En la esfera privada es donde son víctimas del abuso que le propinan sus propias madres y padres, desde pequeñas se nos condiciona a soportar la violencia. A naturalizarla.
Hoy quiero recordar a las mujeres y disidencias que ya no están e invito a que no las olvidemos. Que no me olvides si un día también soy un rostro en un cartel que dice “se busca”, si me transformo en un número más y la justicia falla. “Si un día no vuelvo, rompan todo”, escribo, pero es un grito. Y esa es una frase acuñada por tantas feministas latinoamericanas, y detrás de esas palabras también está historia de una víctima.
Si un día no vuelvo, pidan justicia. Tengan rabia.
Porque desde siempre y porque hoy, al parecer, solo nos tenemos a nosotras.
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